viernes, 19 de noviembre de 2010

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

Presentia pro consensu habetur,Quamvis non semper.
La presencia parece consenso (consentimiento), aunque no siempre.

Así reza un aforismo judicial, que recoge nuestra antigua ley de las Partidas del siguiente modo: El que vee fazer mal a aquel a quien lo puede vedar, si lo non vieda, semeja que lo consiente, e que es aparcero en ello, aunque no siempre (Part. VII, tít. 34, ley 7ª).

Estamos ante un problema cuya responsabilidad no está en la percepción, sino en la cosa percibida. Quien configura una realidad tal que, sea cual sea, puede ser vista como negativa, es responsable de la visión producida; no de la cosa, que por ser honesta no comporta responsabilidad, sino de la imagen. Es decir que cuando hablamos de “cubrir las apariencias” (literalmente taparlas) en rigor nos referimos a la responsabilidad que el actor tiene sobre las apariencias de sus actos, puesto que tal como parezcan, serán inevitablemente percibidos. Lo que está claro es que no se puede culpar al que las percibe como responsable del engaño resultante, porque si no se puede ejercer el conocimiento dando por buena la apariencia de las cosas, negamos los cimientos mismos del conocer.

Cuando decimos pues que las apariencias engañan, ni podemos ni debemos cargar las culpas en la víctima del engaño (¡cuán frecuente es cargar la mano sobre la víctima por exculpar al verdugo!). Es el que crea esas apariencias el responsable del engaño producido: él es el engañador, porque produce señales que desorientan al que las ve. Es pues el responsable de las apariencias, responsable al mismo tiempo del engaño, porque el autor de la causa lo es también de su efecto: quien aprieta el gatillo es responsable del daño que produce la bala. Claro que es inofensivo apretar un gatillo, siempre que se tenga la total seguridad de que no hay bala.

¿Tendrá que andar pues siempre prevenido el que asiste a los actos ajenos por si no coincidiesen las apariencias con la realidad, o tendrá que ser más bien el que actúa ante testigos ciertos o posibles, quien ha de cuidar de que sus actos no tengan una apariencia tal que induzcan a engaño y por tanto a escándalo? Cuando se produce un juicio condenatorio por actos que parecen condenables, ¿habrá que pedir cuentas al que condena ese acto por haberse dejado engañar por las apariencias? ¿Hay acaso leyes ciertas para discernir cuándo engañan las apariencias y cuándo son fiel reflejo de la realidad? Algo que parece un olivo siempre es un olivo, menos cuando alguien inventa los olivos de plástico para plantar con ellos grandes extensiones en el momento de la foto y cobrar la respectiva subvención. Lo que parece un tanque o un avión, es ciertamente un tanque o un avión, hasta que alguien esconde los tanques y los aviones, y pone en su lugar tanques y aviones de plástico hinchable para desorientar al enemigo. El que lleva uniforme de policía se supone que lo es y lo es siempre, menos cuando alguien se disfraza de policía para delinquir. ¿Creeremos pues que nos engaña todo el que tiene apariencia de policía, y actuaremos como si efectivamente sospechásemos que bajo cada uniforme hay engaño?

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